jueves, 20 de septiembre de 2012

IZQUIERDA MODERNA

Fernando Belaunzarán
Twitter: @ferbelaunzaran

“Métete esto en la cabeza de una puta vez: tú no piensas, sólo obedeces; tú no actúas, sólo ejecutas; tú no decides, sólo cumples; tú vas a ser mi mano en el cuello de ese hijo de puta, y mi voz va a ser la del camarada Stalin, y Stalin piensa por nosotros…”

“Dos ladrillos y se vino abajo: el gigante tenía los pies de barro y sólo se había sostenido gracias al terror y la mentira…”


Leonardo Padura, “El hombre que amaba los perros”


La izquierda es hija de la modernidad. Nace de la convicción de que las ideas pueden cambiar a la sociedad, que ésta no es resultado de ninguna ley divina y que los hombres pueden darse sus propias reglas. El hecho de que el término se haya acuñado en los albores de la Revolución Francesa lo dice todo. Por eso, quienes hablan de “izquierda moderna” como elemento de distinción no se refieren a una época histórica y cultural de la humanidad sino al contraste con la tradición y la historia reciente. En realidad están hablando de “actualidad” y con ello marcan un punto de inflexión con el pasado; “modernidad”, pues, en su sentido coloquial.

El adjetivo “moderna” debe entenderse como un deslinde y responde a la necesidad de diferenciarse. ¿De qué, de quiénes? De concepciones y prácticas, algunas rebasadas otras perversas, que se han dado y se dan en el seno de la izquierda, así como de quienes las representan y llevan a cabo. Para ver la pertinencia de la distinción es necesario tener perspectiva histórica y así reconocer lo “viejo”, aquello de lo que se reniega, y entender la propuesta de renovación que se hace.

Hace más de dos décadas que cayó el Muro de Berlín y, sin embargo, no todos en la izquierda han sacado las conclusiones necesarias. El llamado “socialismo real” fue un fraude trágico para millones de personas. Los ideales y valores que inspiraron la Revolución de Octubre fueron negados de manera ostensible y atroz en dichas sociedades. En nombre de “La Justicia” -entendida como igualdad y en la que, como apuntó con sorna George Orwell, había unos más iguales que otros- reprimieron libertades e impusieron dictaduras, en muchos casos vitalicias.

Ahora bien, las deficiencias e incongruencias del “socialismo real” no absuelven al capitalismo de sus males, como con mucho acierto decía el gran filósofo y teórico marxista, Adolfo Sánchez Vázquez. Combatirlos para construir un mundo distinto y mejor sigue siendo una aspiración no sólo legítima sino necesaria y apremiante. Pero para hacerlo es necesario aprender las lecciones de esa traumática experiencia histórica que desengañó a muchos hombres y mujeres que, en no pocos casos, descubrieron que habían estado dispuestos a dar su vida por una impostura.

Por supuesto que hay que guardar proporciones, pero es indudable que muchos vicios del estalinismo también se sintieron en sectores importantes de la izquierda mexicana, como en la de todo el mundo, y se mantuvieron después de haber abjurado del “Padrecito de los pueblos” cuando Jruschov dio a conocer sus crímenes en el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS. Algunos de esos vicios, por cierto, también se dieron en el llamado “Partido de Estado” y su “Presidencia Imperial” que gobernó durante 70 años el país y que ahora regresa al poder tras doce años de una alternancia decepcionante.

El culto a la personalidad; el verticalismo; la incondicionalidad al líder; la persecución de cualquier viso de disidencia con hogueras morales; el establecimiento de ortodoxias; la reiteración propagandística de dogmas de fe; el mudar la doctrina y adecuar los dogmas si la voluntad suprema cambia de opinión, todo eso sin mediar autocrítica (ver “1984” de Orwell); la autoproclamación de la superioridad moral y del monopolio de la virtud y la dignidad; la doble moral como consecuencia del punto anterior; el maniqueísmo intolerante que divide a la sociedad entre los que están con el pueblo, representado por un único vocero y misericordioso tutor, y los que son sus enemigos y, por tanto, encarnaciones del mal. Esas son algunas de las actitudes perniciosas que perviven en una parte de la izquierda –aunque, para ser justos, también se dan en otras partes del espectro político y no son exculpatorias ni ocultan la intolerancia de algunos grupos de derecha que llegan al extremismo.

La mínima e indispensable autocrítica de la izquierda a lo ocurrido con el “socialismo real” debió llevar a revisar sus objetivos y métodos para no caer en los mismos errores y no reproducir prácticas y vicios que, aunque no tengan las dimensiones de antaño, son verdaderamente perniciosos. Albert Camus tuvo razón al no aceptar la cínica fórmula de que “cuestionar al estalinismo beneficiaba al imperialismo” y darle un giro al conocido apotegma afirmando que “los medios justifican al fin”. No basta con “tolerar” la crítica sino que debe saludarlse e incentivarse porque resulta indispensable para evaluar, renovar y corregir. De ninguna manera se puede aceptar que realizarla beneficia al enemigo. Esta reivindicación del ejercicio crítico es fundamental para una izquierda que quiere distinguirse con aquel pasado.

Por supuesto, la crítica debe llevar a dejar atrás los disvalores anteriores y a promover sus opuestos. En ese sentido es fundamental la reivindicación de la libertad como un valor central y preeminente para la izquierda. Eso, en cierto modo, es también un retorno a los orígenes, pues la crítica clásica, que considero certera, al liberalismo es que las libertades que enuncia son teóricamente para todos, pero en la realidad sólo unos cuantos las pueden ejercer. Hacerlas efectivas para el conjunto de la población requiere de condiciones materiales, culturales y circunstanciales al alcance de cada ciudadano. De ahí que la lucha por la justicia social y la democracia sean indispensables para que ese legítimo anhelo avance en su concresión.

La libertad nunca es absoluta, pero cada conquista que la amplie valdrá la pena. En ese sentido, el compromiso de la izquierda a favor del reconocimiento y libertades como el de la interrupción voluntaria del embarazo o el del matrimonio de personas del mismo sexo debe ser claro y inequívoco, sin vergüenza alguna y sin la medrosa salida de encadenarlo a un referendum para no definirse. El respeto a los derechos de las minorías no deben estar sujetos a la gracia de la mayoría.

En 2015 las izquierdas competirán y es correcto que se distingan unas de otras sin demérito de la necesaria unidad que tres años depués deberán construir alrededor de un solo condidato presidencial. El PRD debe demostrar que las decisiones colectivas y la democracia interna son superiores; que la discrepancia en un ambiente tolerante contribuye a mejores políticas; que la mejor y más firme oposición es la que es capaz de convencer con argumentos e incidir en leyes y políticas públicas de acuerdo a su programa y no la que descalifica todo por consigna; que ser de izquierda no significa endiosar al Estado; que el respeto a la legalidad y a las reglas de la democracia, así como la lucha dentro de las instituciones, es la que puede cambiar al país para bien.

El PRD debe estar abierto al diálogo y al debate sin tabués ni prejuicios, mostrando capacidad para entender los nuevos tiempos y mostrarse como una fuerza innovadora. Cancerberos de viejas y caducas ortodoxias ven en ello “docilidad”, como si el sólo saber decir que “no” significara fortaleza. Confunden radicalidad con obstinación. Si es un asunto de contenidos, de, como lo establece su etimología, ir a la raíz y, por lo mismo, tener un proyecto profundo de transformación nacional, así debe considerársele. Pero de manera errónea suele llamarse “radical” al estridente y necio, aunque sus propuestas sean conservadoras. El diálogo y la negociación son prácticas esenciales de la democracia que deben ser reivindicadas en todo momento. Es incorrecto considerar a alguien “más de izquierda” por tener posiciones inamovibles.

Gracias a las redes sociales, la actuación de los políticos está como nunca bajo lupa y permiten una interacción horizontal con los ciudadanos. Frente a ellos es que se debe acreditar la distinción y el compromiso de esta izquierda con la equidad social, pero también con la libertad y la democracia. Si para ello sirve el adjetivo de “moderna”… ¡bienvenido!

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miércoles, 12 de septiembre de 2012

LA DECISIÓN DE AMLO Y EL FALSO DILEMA DE LA IZQUIERDA


Fernando Belaunzarán

Andrés Manuel López Obrador tomo una decisión que se anticipaba desde mucho antes del proceso electoral: convertir a MORENA en partido político. Después de representar a las izquierdas como candidato presidencial, optó por trabajar únicamente a favor de una de ellas, la propia. Por supuesto que tiene todo el derecho de hacerlo, aunque vaya en sentido contrario al proceso de unidad que se inició con la conformación del PSUM y que tuvo un punto memorable con la creación del PRD, al calor de la irrupción cardenista. Sin embargo, este tránsito reductor del conjunto a la facción por parte de AMLO no sólo significa un reto para el obradorismo que tendrá que cumplir con los requisitos legales para ser parte del sistema de partidos sino también para las demás izquierdas mexicanas que, a pesar de la correcta convicción colectiva de no confrontarse, si tienen éxito tendrán que competir entre sí, de manera ineludible, en el año 2015.

Con el anuncio del domingo 9 de septiembre en el Zócalo queda claro que la llamada “lucha contra la imposición” será anecdótica, simbólica e inocua. A diferencia del 2006, AMLO no buscará impedir la toma de posesión del presidente electo, ni se planteará, en caso de no conseguirlo, que el mandato tenga un fin prematuro. La apuesta suya tras el controvertido fallo del TEPJF y la lamentable complacencia de los magistrados respecto a un proceso electoral de baja calidad democrática -parecía que hablaban de una elección realizada en otro país-, es dar la batalla en el marco legal y dentro de las instituciones, algo que hay que reconocerle y celebrar, aunque pienso que la respuesta de un estadista habría sido, como lo hizo Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, llamar a la disolución de los partidos existentes para conformar uno solo y contribuir así de manera decisiva a la unidad de las izquierdas.

Andrés Manuel tuvo sus razones para separarse del PRD –supongo que la de tener hegemonía plena e indiscutible-, lo cual, a pesar de los inconvenientes de la división, significa también una oportunidad para ambas partes. MORENA y el PRD están ahora obligados a distinguirse frente a los ciudadanos. Durante el sexenio que está por terminar y en múltiples ocasiones, se enviaron a la sociedad mensajes equívocos por la coexistencia de dos líneas políticas excluyentes que, además, se obstaculizaron mutuamente, desdibujando sus perfiles y objetivos. Ahora las amarras se aflojaron y pueden desplegarse con mayor libertad. AMLO para buscar consolidar y relanzar su liderazgo social rumbo a una eventual tercer candidatura presidencial; y el PRD para dar la imagen de una izquierda moderna, incluyente, reformadora, socialdemócrata, comprometida con el Estado de Derecho y atractiva también para clases medias y empresarios que quieren reglas claras, fin de la corrupción y un país con libertades, democracia y equidad social que garantice estabilidad y favorezca la gobernanza.

Ya que la unidad fue, por el momento, descartada, lo correcto es que las diversas izquierdas se esfuercen por tener un trato cordial, busquen coincidencias y eviten confrontarse. La decisión de AMLO puede exacerbar el sectarismo, sobre todo en los sectores más duros de sus seguidores, mismos que no dejan de causarle desprestigio a su movimiento. El tabasqueño se ha rehusado hasta el momento a ponerle un alto a los provocadores que se escudan en su causa, pero si no lo hace rápido será difícil que mantenga la imagen de moderación que tanto trabajo le costó recuperar durante la campaña presidencial. Muchos de ellos seguramente se sentirán decepcionados con la ligera y resignada “desobediencia civil contra la imposición” y no parece buena idea que siga cargando con ese lastre. Si no corta por lo sano con sus altivos y estridentes ultras, mejor para el PRD. La tolerancia, inclusión y apertura serían elementos distintivos a favor del partido del sol azteca.

Aunque su firma estampada en el “Acuerdo de Civilidad” lo obligaba a aceptar los resultados electorales, AMLO decidió “desconocer” el fallo del TEPJF y a Enrique Peña Nieto como Presidente –comparto la molestia, no la respuesta. Se trata de una posición moral, más que política, de la cual me atrevo a discrepar, pues considero que trae consigo actitudes perniciosas, mismas que ya se padecieron respecto a Felipe Calderón. Me explico.

El “desconocimiento” de un gobierno se da entre Estados. Si un gobierno “desconoce” a otro suspende las relaciones diplomáticas o las reduce a cuestiones comerciales y, en todo caso, las instancias internacionales buscan remediar el conflicto. Pero dentro del país, ¿qué significa “no reconocer” al gobierno? Parece la actitud del avestruz que esconde la cabeza debajo de la tierra como si eso lo pusiera a salvo. Peña Nieto estará al frente del Poder Ejecutivo, aunque haya sido gracias a una elección comprada, y ejercerá a plenitud sus facultades. No necesita que ninguna persona o grupo lo “reconozca” para hacerlo. El poder no se niega, sino que se define uno frente a él.

La izquierda, sus diferentes partidos y organizaciones, debe ser opositor firme a EPN, pero el hecho de serlo y asumirse como tal implica la aceptación de una realidad indiscutible, fáctica, verificable: que ejerce el poder. Claro, se le puede escamotear la legitimidad con la que llego a tenerlo, pero eso no cambia el hecho. Lo otro no es “desconocer” al poder sino combatirlo para arrebatárselo y eso se llama revolución, si se hace desde la sociedad, o golpe de Estado si es desde las instituciones. Pero nada más alejado a lo definido por AMLO de entrar con su propio partido al sistema cuyo presidente será, a partir del 1° de diciembre, Peña Nieto.

Es imposible que un partido y sus dirigentes, no digamos ya sus gobernantes, se abstenga de tratar con el gobierno en turno. Si de por sí resulta absurdo pedirle el pasaporte o pagarle impuestos al gobierno que se “desconoce”, pues más aun gestionar programas, presupuesto, gestiones, denuncias. El “no reconocimiento” es una postura moral que se presta a la simulación y que puede abrir las puertas a la intolerancia y el estigma como ocurrió después del 2006. En aquellos tiempos, algunos se reunirán en privado con la representación del gobierno mientras linchaban moralmente a quienes lo hacían en público. Es mejor que la relación inevitable se dé a la vista de todos y sin actitudes vergonzantes.

Por ello, el “reconocer” o “no reconocer” al gobierno es un falso dilema de la izquierda; la misma piedra con la que se tropezó en 2006 y que ahora debiera mejor brincar.
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